Un veinte de octubre de 1927 nació un niño al que el destino le dio nombre de pureza: Abel Benigno Santamaría Cuadrado.
Dicen que su mirada era serena, pero firme; que desde pequeño sintió una inquietud distinta, una especie de rebeldía dulce, de esas que nacen del amor por lo justo.
Nació entre el central Constancia y el aroma del azúcar. Conoció del sacrificio del obrero, del cansancio del hombre de campo y de la esperanza que late en los que sueñan con un país mejor.
Años después, ese muchacho de pueblo tomaría un tren rumbo a La Habana. El destino lo llevaría al encuentro con su destino. Y un día —como si la historia lo hubiese escrito antes— conoció a Fidel Castro.
Según su hermana Haydeé, fue el primero en esta tierra que vio los valores extraordinarios del líder de la Revolución. Fidel lo llamaría después «el alma del Movimiento» y no era una simple metáfora. Quienes lo conocieron lo confirman, y la historia lo demostraría.
En la madrugada del 26 de julio de 1953, el aire en Santiago de Cuba olía a pólvora y esperanza. Mientras muchos dormían, un grupo de jóvenes decidía cambiar la historia.
Pero dicen que la historia se escribe con tinta y sacrificio. La de Abel está escrita con fuego.
Un fuego que no destruye, alumbra, que despierta.
Dicen que cuando lo miraban por última vez, su rostro seguía sereno. Como si supiera que los ideales no mueren. Como si entendiera que el sacrificio es otra forma de amor.
Hoy, su nombre ilumina escuelas, hospitales y corazones. En su Encrucijada natal, en las aulas, en cada joven que cree en la justicia, Abel sigue vivo.
Abel Santamaría, el hermano de Haydée, el amigo de Fidel, el alma de una generación. El que no tuvo tiempo de envejecer, pero tuvo el privilegio de hacerse eterno: seguirá naciendo en cada octubre.
