Sus ropas eran harapos y su pelo era una maraña sin forma. Cuenta la historia que esa persona se había confesado un día y había obtenido la absolución de sus pecados, pero que no dijo todos y guardó los más terribles.
La contradicción entre ese supuesto perdón y sus secretos la fue trastornando hasta llevarla a un estado de salud lamentable. A su paso, los niños se burlaban de ella y le lanzaban piedras. Dormía en los portales de las casas y bajo la lluvia y era una especie de espectro con una imagen entre terrible y triste.
Sin embargo, la mujer era de una belleza sin igual. Su rostro, a pesar de las magulladuras, tenía rasgos finos y sus ojos se adivinaban los de una muchacha joven que alguna vez fue feliz. En su pasado había sucesos que la perseguían y aunque pocos sabían a ciencia cierta la realidad, ella los guardaba en su pecho con un gran dolor.
El asesinato de un esposo y de su criatura, la deshonra del hogar y el derroche de una fortuna eran algunas de las murmuraciones en torno a la muchacha. El tiempo pasaba y ese espectro seguía vagando por las calles. Las personas se apartaban de su lado y hacían como que no existía.
Poco a poco fue encajando como uno de los tantos personajes lamentables y pintorescos de las calles de Santa Clara. Hasta que llegó el día perfecto. En el mes dedicado a María, madre de Jesús, con toda la iglesia engalanada y con un coro de niños, con todo el aforo repleto, la mujer entró y se postró junto al confesionario.
El padre Conyedo, que estaba en la capilla del rosario, se dirigió a ella y la confesó. Todo el raudal de sucesos del pasado, terribles, llenos de espanto, fluyó de los labios de la mujer. Poco a poco el rostro de ella fue cambiando y una luz pudo verse en sus ojos.
El sacerdote le dio el perdón y la bendición y se sintió como un alivio en todo el templo, según narran los presentes. La muchacha que por años había atormentado las calles con su dolor salió risueña y feliz por la puerta lateral de la iglesia, la que daba a la capilla del rosario. Desde entonces ese sitio se conoció como la puerta del perdón y la leyenda pasó a formar parte del folclor de Santa Clara.
Al cabo de los años, los terribles sucesos de la vida de la mujer fueron olvidados y ella terminó oficiando como monja en un convento. Los lugareños contaban aquello como uno de los sucesos más extraños que pasaron jamás en la villa y la narración fue llenándose de hechos adicionales y fabulosos. Lo cierto es que hasta que fue demolida la iglesia, aquel sitio se conoció como la puerta del perdón y encerraba una atmósfera sobrenatural para los habitantes de la ciudad.