El polvo bermejo de la carretera se enrosca al paso de la carreta, anunciando su llegada a Santa Clara con una promesa de evasión. No era el polvo de la opulencia, sino el simple sedimento de la tierra, levantado por un circo de harapos, un espectáculo humilde que buscaba llevar un poco de alegría a la ciudad y sus alrededores. En Santa Clara, como en tantos otros lugares del interior de Cuba, estos circos no eran sinónimo de grandeza, sino de ingenio y supervivencia.
No contaban con elefantes ni tigres, su fauna eran palomas amaestradas y algún perro habilidoso. No ostentaban trajes de lentejuelas, sino ropas remendadas que contaban historias silenciosas. Eran circos itinerantes que llegaban a Santa Clara como una bocanada de aire fresco en la rutina diaria.
La llegada era un evento sencillo pero esperado. El pregonero, con su voz potente, anunciaba la función desde una esquina del Parque Vidal o en la Plaza del Mercado. El circo, señores, el circo de los harapos, donde todo puede ser posible.
Bueno, barato y bonito. La carpa, hecha de trozos de lona unidas con remiendos coloridos, se alzaba en las afueras de la ciudad. Los artistas eran gente de pueblo, algunos con un talento natural, otros simplemente con ganas de entretener.
Había malabaristas que hacían equilibrios imposibles con naranjas, payasos que contaban chistes locales, y magos que sacaban conejos de sombreros viejos. La función era un reflejo de la vida cotidiana de Santa Clara, sencilla, ingeniosa y llena de humor. Los niños se sentaban en el suelo hipnotizados por la magia.
Los adultos reían a carcajadas con las ocurrencias de los payasos. Al día siguiente la carreta se alejaba, dejando atrás un rastro de polvo y recuerdos. El circo de los harapos, donde todo puede ser posible.
Bueno, barato y bonito. Pero en la ciudad la gente comentaba las hazañas del circo, reviviendo risas y momentos de asombro. Estos circos eran más que un simple espectáculo, eran una tradición, una forma de celebrar la vida y la comunidad, a pesar de las tantas dificultades.
Era el circo de los harapos, un símbolo de la Cuba que ya fue, de aquella Cuba profunda de antaño, donde la alegría se encontraba en las cosas más simples. El circo, señores, el circo de los harapos, donde todo puede ser posible. Bueno, barato y bonito.