Esas fueron las palabras que pronunció Carlos Manuel de Céspedes en la primera reunión general conspirativa de la guerra de independencia cubana, que se efectuó en la finca San Miguel, en la región de Las Tunas, el 4 de agosto de 1868.
¿Pero quién fue aquel hombre que había pronunciado tan proféticas palabras, y que, apenas unos días después, realizó algo insólito para la época, pero grandioso para la causa en pro de la independencia de Cuba?
El 10 de octubre de 1868, en su pequeño ingenio La Demajagua, convocó a quienes lo seguirían en su alzamiento, declaró hombres libres a todos sus esclavos –acto sin precedentes–, antes de invitarlos a la contienda, y abandonó su propiedad para ofrendar el resto de sus días a un sacrificio mayor: alzarse en armas contra el colonialismo español. Así comenzó la Guerra de los Diez Años.
Céspedes había nacido en Bayamo, el domingo 18 de abril de 1819. Su niñez la pasó en el campo, en las haciendas que tenía su acaudalada familia en Limones Abajo, Los Mangos, San Rafael de la Junta y San Joaquín, la primera arrendada al Estado, y dedicada a la ganadería.
Su instrucción primaria fue en el hogar y, luego, casi adolescente, cursó sus estudios superiores en Bayamo, de 1832 a 1835, con destaque en asignaturas como Latinidad, Lógica y Física, entre otras.
Continuó su preparación en La Habana, en el Seminario de San Carlos; ingresó en la Universidad en 1836, y se graduó de Bachiller en Derecho, el 22 de enero de 1838.
A su regreso a Bayamo, se casó, en 1839, con su prima hermana María del Carmen Céspedes y del Castillo, con quien tuvo tres hijos. En 1840 embarcó para España, y se estableció en la ciudad de Barcelona. Allí cursó estudios de Derecho en la Universidad, de los cuales se graduó, dos años más tarde, como Licenciado. Luego visitó Francia, Inglaterra, Alemania, Italia y hasta Constantinopla, antes de volver a Cuba.
Abrió su bufete de abogado en Bayamo, en 1844; pero como no ocultaba sus ideas independentistas, fue encarcelado y desterrado en varias ocasiones: a principios de 1851, a Palma Soriano; a finales del mismo año, a Baracoa; y en 1855 lo confinaron a bordo del buque Soberano, veterano de la batalla de Trafalgar, que estaba fondeado en la bahía de Santiago de Cuba.
Al siguiente día de su alzamiento en armas, aprovechó la noche para atacar sigilosamente, con su reducido ejército, la guarnición española apostada en el poblado de Yara; pero los resultados no fueron los esperados. Los atacantes desconocían que los españoles sabían del plan, que habían recibido un considerable refuerzo en hombres, y que esperaban atrincherados a los emancipados, para emboscarlos.
Bajo un fuego cerrado desde varias direcciones, los patriotas fueron obligados a dispersarse. Céspedes logró reagrupar a algunos combatientes; pero en medio de esa difícil situación, alguien exclamó con desaliento: «Todo se ha perdido», a lo que el caudillo contestó, con energía y seguridad: «¡Aún quedamos 12 hombres; bastan para hacer la independencia de Cuba!».
Reagrupadas las fuerzas, con la incorporación de otros contingentes alzados, se preparó la toma de Bayamo, conseguida el día 20 de octubre. En la primera plaza libre de Cuba se izó la bandera de la independencia, y se instaló el primer gobierno de la República en Armas.
La revolución comenzó a avanzar. Se levantaron después en Camagüey y en Las Villas. Los representantes de estos dos territorios y los de Oriente se reúnen en la ciudad de Guáimaro, donde la denominada Asamblea Constituyente eligió a Céspedes como presidente de la República en Armas.
En esa cita, Céspedes «se opuso a la aprobación de formas de gobierno en que, por ser extremadamente democráticas y republicanas, limitaran las atribuciones del ejecutivo y del General en Jefe para dirigir la guerra, pues sostenía con firmeza que, para tener República, primero había que hacer la guerra, y esta exigía un poder central que facilitara la unidad del mando».
No podía ignorar que, a partir de ese momento, quedaba con las manos atadas para gobernar. Administrativamente, la Cámara de Representantes podía decidir y aprobar lo que estimase conveniente.
Su gobierno estuvo lastrado por la incompatibilidad con los miembros de la Cámara de Representantes, y viciado de intrigas, caudillismo, y de regionalismo, entre otras nefastas manifestaciones.
Supo de la conjura que se tramaba para sustituirlo de la presidencia y, como hombre de honor, sacrificó sus ideas para mantener la unidad que el momento requería.
El 27 de octubre de 1873, en el campamento de Bijagual, fue depuesto como Presidente, por los representantes de la Cámara. Disciplinadamente, acató la decisión. Oponerse hubiera ocasionado una división entre los cubanos, capaz de destruir la revolución.
Entonces lo obligaron a acompañar al nuevo Gobierno, y a la Cámara, durante dos meses, en tanto le negaron su salida al exterior. Lo desterraron a la finca San Lorenzo, en la Sierra Maestra, sin una escolta siquiera.
De tantos épicos capítulos que protagonizó, la renuncia a la vida de uno de sus hijos, por no entregarse, contribuyó, especialmente, a la condición histórica de Padre de la Patria con que lo reconoce el pueblo cubano, unido a otros hechos que tributaron a ese trascendental epíteto.
Capturado su hijo Amado Oscar –e incluso asesinado antes del chantaje indecoroso en que se convirtió la propuesta–, el Capitán General de la Isla, Caballero de Rodas, le envió un mensaje con la condición de perdonar la vida del muchacho si Céspedes deponía las armas.
La respuesta fue tajante: «Oscar no es mi único hijo, soy el padre de todos los cubanos que han muerto por la Revolución».
Aun depuesto y denostado, separado forzosamente de la causa de la que fue iniciador, Céspedes jamás consideró entregarse. Así murió, en combate, él solo contra una partida española enviada a San Lorenzo, para darle captura.
Peleó hasta la última bala de su revólver, el 27 de febrero de 1874, cuando se apagó la vida del hombre, pero siguió latiendo el ejemplo inagotable del iniciador, a quien la historia pondría en ese justo altar que fue la Revolución triunfal del 1ro. de enero de 1959, y que hoy resiste embates colosales, con la hidalguía indomable del Padre de la Patria.