180 años nos separan de aquel día venturoso de junio en que vino al mundo, en Santiago de Cuba, el quinto hijo de Mariana Grajales, al que pusieron por nombre Antonio de la Caridad. Su padre, Marcos Maceo, era hombre de experiencia militar, pues en su juventud había integrado los Batallones de Pardos y Morenos, y como tal estuvo involucrado en los sucesos de 1836, cuando el gobernador del Oriente, Manuel Lorenzo, proclamó en los territorios bajo su mando, inconsultamente, la Constitución de 1812, provocando en consecuencia la respuesta agresiva del Capitán General Miguel Tacón.
Esos saberes y habilidades guerreras los transmitió Marcos a sus hijos, de manera que cuando se incorporan a la Guerra de los Diez Años, con Antonio como líder, no lo hicieron como aprendices de soldados; antes bien, desde el inicio demostraron estar plenamente capacitados para brillar en los escenarios bélicos de la guerra redentora. Eso explica el sostenido ascenso de Antonio, y de todos sus hermanos, en el escalafón del Ejército Libertador. Su origen humilde no le permitió debutar como oficial, tal cual acontecía con los blancos letrados que se incorporaban a la manigua. Maceo no obtuvo nada como dádiva o regalía: lo alcanzó a base de audacia y mérito. Así llegó, sin cabildeos ni genuflexiones —que no toleraba— al grado máximo de mayor general.
Recordar al Maceo del 68 es evocarlo en medio de los combates, por ejemplo, de la Indiana, La Galleta, la Estacada… Es verlo, junto a Gómez, dando machete en Cascorro, en Las Guásimas o en Naranjo-Mojacasabe. Y, en las postrimerías de la contienda, cuando muchos bochornosamente dejaban caer la espada en El Zanjón, alcanzaba sonados triunfos en Juan Mulato, San Ulpiano y Loma de Bío, como demostración de que sí se podía.
Se equivoca, sin embargo, el que pretenda limitar su acción revolucionaria a lo puramente bélico. En la misma intensidad en que crecía su capacidad combativa, así lo hacía su preparación política. Fruto de ese crecimiento ideológico fue su firme oposición a las sediciones, a las indisciplinas y a la insubordinación de muchos compañeros de causa, al racismo y al regionalismo, males de los que, incluso, fue víctima. Su estatura política y moral alcanzó su cumbre en Baraguá, cuando se alzó contra el derrotismo y la traición de los que aceptaron una paz sin independencia ni abolición de la esclavitud.
En la Tregua Fecunda siguió intentando la independencia nacional. Su periplo por varios países de América Central y Suramérica lo puso en contacto con revolucionarios de esas latitudes, con quienes estableció lazos de solidaridad que permitieran concebir la emancipación de Cuba y de Puerto Rico como parte de un movimiento redentor continental. Su amistad con Eloy Alfaro, Catarino Garza, Avelino Rosas, Gregorio Luperón, Rafael Uribe, Leoncio Prado, entre otros, fortaleció sus convicciones latinoamericanistas, pues como asegura Vargas Araya: “Su concordia latinoamericana se nutrió de lecturas, vivencias y relaciones”.
Como era de esperar, acudió al llamado de Martí a integrarse a la gesta que preparaba el Partido Revolucionario Cubano. Desembarca por Duaba el 1 de abril de 1895, y enseguida quiere que todos dentro de la Isla lo sepan: ha llegado el General Antonio, noticia que provoca masivas incorporaciones al Ejército Libertador de aquellos que, desconfiados, no se habían decidido. Comienza rápido su campaña de Oriente, en la que tienen lugar combates importantes, como Sao del Indio, Jobito y Peralejo.
En la Guerra del 95 alcanzó la gloria de llevar la invasión hasta el extremo occidental de Cuba, después de recorrer más de 424 leguas infestadas de españoles y guerrilleros y de sostener 27 combates en solo tres meses, como los de Iguará, La Colmena, El Desquite, La Antilla, Coliseo, Mal Tiempo, Calimete, Güira de Melena, Las Taironas … No menos heroica fue su Campaña de Pinar del Río, donde se destaca en las acciones de Lomas de Tapia, El Rubí, Ceja del Negro, Cacarajícara, El descanso, Lombillo, Tumbas de Estorino, Montezuelo, por mencionar solo algunas de su intensa campaña en occidente, que incluyó también una incursión hacia La Habana y Matanzas para entrevistarse con el Generalísimo.
La prematura muerte de Martí, para desgracia enorme, había privado a la revolución de su genial organizador. Había muerto el 19 de mayo de 1895, después de una difícil reunión, días antes, con Maceo en La Mejorana, que pudo haber dejado un sabor amargo en el Apóstol a no ser por la apoteósica acogida que al día siguiente de la susodicha reunión el Titán, para borrar cualquier huella de disgusto, organiza para honrarlo, con revista militar incluida. Pero el hombre con el que había discutido y ante el que había defendido con sinceridad sus ideas sobre cómo debía organizarse el aparato dirigente de la Revolución, el hombre que muchos, antes y después, han presentado como uno de los principales antagonistas del Héroe de Dos Ríos, es el que, en los meses posteriores, da muestras de un pensamiento y una acción plenamente coincidentes con las suyas.
Maceo supo identificar, cual había hecho Martí, que el peligro mayor que se abalanzaba sobre Cuba provenía de los Estados Unidos. Esta certidumbre, que desveló a Martí, también preocupó mucho a Maceo. La mayor parte de las carta que escribe en los últimos meses de su vida, están saturadas de las alertas que transmitía a sus compañeros de bando. No es una idea aislada, es una convicción que se expresa con fuerza una y otra vez en su correspondencia: no conviene a Cuba contraer deudas de gratitud con vecino tan poderoso. Pensaba:
“¿A qué intervenciones ni ingerencias extrañas, que no necesitamos ni convendrían? Cuba está conquistando su independencia con el brazo y el corazón de sus hijos; libre será en breve plazo sin que haya menester otra ayuda”. Y a otro combatiente le decía: “Creo […] que en el esfuerzo de los cubanos que trabajamos por la patria independencia, se encierra el secreto de nuestro triunfo definitivo, que solo traerá aparejada la felicidad del país si se alcanza sin aquella intervención”.
Un día aseguró, como había dicho también Martí: “Yo hago la guerra a España, a sus tropas que combaten por la tiranía, pero no a los españoles que permanecen neutrales y que deploran el carácter de esta guerra destructora”.
El ideal latinoamericanista y el firme sentimiento antirracista, la perenne búsqueda de la justicia, y el entendimiento de que la guerra debía ser breve (idea contra la que conspiró, quizás sin saberlo, el Consejo de Gobierno, asustado por la gran admiración que despertaban Gómez y Maceo como líderes de extracción popular) son coincidencias adicionales que demuestran que las fugaces contradicciones entre ambos nunca fueron de principios. Todas tuvieron carácter coyuntural y, por tanto, pasajeras. Cualquier mirada atenta descubrirá la asombrosa coincidencia de ideales.
Tan importante como todo lo anterior hay que señalar su preocupación por el ejemplo personal del jefe. Según asegura uno de sus biógrafos, Maceo era el primero en el combate —de ahí sus 32 heridas—, el que con su caballo llegaba primero a las filas enemigas. Por eso sus hombres lo seguían; por eso sus hombres lo admiraban. Además de su ejemplo como guerrero, siempre era ejemplar en el comportamiento cotidiano, pues entendía que en la guerra se debían formar los ciudadanos de la república independiente y combatía la ingestión de alcohol, el tabaco, las palabras soeces, a la vez que exigía la limpieza y pulcritud en el vestir, la caballerosidad y, muy importante, la postura siempre sincera, sin indisciplinas ni dobleces, sin hipocresías. En Maceo hay, en todo momento, un respeto absoluto por la dignidad de sus subordinados: cuando tenía que señalar algún incumplimiento o, incluso, realizar una reprimenda por alguna falta, lo hacía en voz baja, de manera que solo el aludido se enterara, y sin ofensas ni gritos, aunque se tratara, a veces, de faltas graves.
Maceo es para los cubanos, por tanto, fuente de inspiración permanente no solo de valentía e intransigencia revolucionarias, de pensador profundo, sino también de hombre de vertical conducta ciudadana, de respeto a las leyes y guardián de la justicia social.